Privacidad, transparencia y viceversa
El penúltimo alarido en redes sociales entre los más jóvenes se llama Snapchat: una aplicación que permite grabar imágenes (fijas o vídeos), aplicarles filtros divertidos (demonio, ojos saltones, etc) o añadir textos y enviárselos a un grupo limitado de contactos. Desde su nacimiento en 2012 ha crecido como la espuma y ha dado origen a no poco llanto y crujir de dientes entre las empresas de medios de comunicación (como regla los mayores de 50 son incapaces de entender el fenómeno) y al nacimiento de estrellas como DJ Khaled, transformado por su uso en un ‘meme viviente’.
Pero la característica primordial y más importante de Snapchat, la que hizo que lo rechazaran cuando su creador Evan Spiegel presentó el proyecto en un máster de diseño de productos, es su fugacidad: las imágenes enviadas vía Snapchat perecen entre 1 y 10 segundos después de ser vistas (a elegir por quien las manda) y son purgadas de los servidores de la empresa. La clave de Snapchat es que puedes enviar a tus amigos una foto o un vídeo sin miedo a que esa imagen arruine tu futuro profesional o personal. Snapchat triunfa por su discreción.
En efecto; los más jóvenes son conscientes de que el rastro de información digital que cualquier humano conectado a Internet va dejando a su paso puede ser un serio problema para ellos, algún día. Del exhibicionismo del desparrame y el cachondeo en nuestras redes sociales se pasó, primero, a la fragmentación; unas cosas iban a Facebook, otras jamás puesto que allí estaban los jefes, padres o parejas, y por último al envío de vídeos con autodestrucción en Snapchat. La gente quiere controlar quién accede a qué información y por eso las aplicaciones que ofrecen mayor protección y mando más fino sobre la privacidad empiezan a ganar tracción. Facebook o Twitter ya tienen sofisticados controles de privacidad, pero en los últimos meses aplicaciones de mensajería como WhatsApp o de correo como Gmail están incluyendo la encriptación de los mensajes. Espoleado por las denuncias de pioneros como Assange o Snowden el ciudadano internauta está empezando a valorar su privacidad y a exigir herramientas que le permitan determinar a voluntad quién puede acceder a su información, y sobre todo quién no.
Y es que las filtraciones masivas como las de Wikileaks y las que realizó Edward Snowden han dejado al descubierto que las denuncias sobre abusos por parte de determinadas instituciones estatales o paraestatales son ciertas: ya sea fuera de la ley o como mínimo de controles democráticos serios hay organizaciones que espían al por mayor, almacenan información sin el permiso de sus propietarios y la utilizan para fines poco claros. Lo cual ha añadido urgencia y veracidad a las denuncias que desde el principio de la era de las redes digitales hicieron pioneros como la Electronic Frontier Foundation sobre que estas tecnologías podían ser una herramienta de libertad, pero también podían convertirse en atroces instrumentos de opresión. La respuesta a las revelaciones sobre acopio incontrolado de información está siendo así cada vez más intensa, y curiosamente contradictoria: los internautas cada vez se protegen más usando herramientas perecederas como Snapchat y aprovechando la encriptación, y a la vez exigen transparencia a sus gobiernos e instituciones.
En efecto: las redes sirven para ambas cosas, para espiar a los ciudadanos y para que las instituciones con poder se desnuden por completo. Ahora que somos conscientes de ello es necesario atacar en los dos flancos, protegiéndonos nosotros y exigiéndoles transparencia a ellos. Porque la alternativa a esta contradicción aparente es un mundo en el que nos pocos tienen la información de todos y la usan para sus fines sin control. Y eso es inaceptable para una sociedad avanzada.
Artículo escrito por Pepe Cervera y publicado en 20minutos.es
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