Antes de nada, hoy me toca empezar recogiendo cable respecto de un comentario que hice en la anterior entrada. Un apocalipsis no, ni tampoco tan grave como la pandemia, ni de lejos, pero tengo que reconocer que Filomena igual sí que merecía las manifestaciones de preocupación mostradas hace unos días.
Pero al mismo tiempo eso me lleva a reafirmarme todavía más en otra cosa que también dije: Os habéis pasado de listos insultando a 2020 en su despedida… Puestos a ser supersticiosos con eso de los números y el tiempo, ¿a nadie se le ha ocurrido pensar que los años, como colectivo que son, podrían ser amigos? Llamasteis año de mierda a 2020 y claro, 2021 estaba al acecho escuchándoos, y ha empezado cabreadito, como es normal. Así que, si efectivamente sois tan friquis como para tomaros en serio esas cosas (incluyendo lo de la suerte de las uvas, el color de la ropa interior, y la chorrada de esta vez sobre no sé qué de Jumanji…), por favor, la próxima Nochevieja estaros todos calladitos… Y así de paso los racionales Sheldon Cooperianos nos evitaremos escuchar tontunas de ese tipo por una vez.
Hablando de chorradas, y siguiendo con el tema que hemos venido a tratar, me hacía gracia el otro día paseando por la versión siberiana de Madrid (acompaño este post con algunas fotos que hice en plena excursión casi montañera), escuchar a más de uno decir, en medio de la vertiente lúdica de la nevada (Navacerrada sin salir de la capital) que “esto hay que aprovecharlo, que no lo vamos a volver a ver en la vida…” Si ya, en la vida… Eso es lo que se puede pensar si uno no ha estudiado en profundidad por qué ha llegado a nuestras latitudes un temporal tan atípico como Filomena, ni lo ha puesto en relación con las teorías del Cambio Climático. Porque la verdad es que, a poco que le deis un par de vueltas, no es en absoluto descabellado pensar que este tipo de situaciones podríamos empezar a verlas de hecho con más frecuencia en el futuro. Y no, esto no es una teoría conspiratoria.
Es más, y esto sí que se parece más a lo que ocurre otros años: Cuando un invierno viene potente, normalmente sigue siendo potente hasta que acaba. Si a esa potencia le añades la potencia que nos ha mostrado Filomena, ojo cuidado… En fin, que todavía estamos desperezándonos de este manto blanco mientras sacamos la nieve a palazos o nos acurrucamos junto a los calefactores, pero nadie habla de lo que podría pasar mientras no llegue la primavera, y no es mi intención meter miedo… Vamos, que si ha llegado Filomena, por qué no iba a aparecer después Mortadela... Vamos siempre por detrás, como con el propio Cambio Climático… (manda narices que os diga esto el que insinuó el otro día que erais unos exagerados…).
…Pero claro, ahora es cuando viene a colación otra de las frasecitas tontas de los amantes de los años: Resulta que al “2021 no puede ser peor que 2020” ya le ha sustituido el “si no llevamos ni medio enero, cómo serán los 11 meses y medio que le quedan a 2021”. Porque claro, si un año empieza así, es que ya tiene que ser todo él así. No pueden acabarse los problemas en 3 ó 5 ó 7 meses, ni tampoco durar más de 12. O sea, que 2022 vuelve a ser otra puerta directa a la felicidad, donde ya todo va a ir sobre ruedas… Es que no aprendemos…
Bueno, cállate ya Sheldon Cooper, y háblanos de tecnología, que es de lo que va este blog, ¿no? Bueno, vale. Si queréis empiezo con una en plan hater tecnófobo, al estilo del Pulpo puro y duro: ¿Dónde está la magia de la tecnología que todo lo puede? A ver, los de Amazon Prime, ¿se ha podido obrar el milagro de que comprasteis algo el viernes por la tarde y el sábado por la mañana os llegó sin falta? ¿Ni con los drones que se anunciaban? Y yo que pensaba que poner un dedo en la pantalla del móvil era un acto de magia pura y dura… Jajaja, qué ilusos. Eso sí, el viernes por la tarde, cuando el espesor de nieve todavía no llegaba ni a medio palmo en Madrid, vi a un pobre motorista de Glovo o de alguna otra plataforma que no recuerdo, atravesando un parque con la misma destreza con la que un centollo fabricaría un reloj suizo. Es verídico (pero de eso no hice foto, lo siento).
Vale, ¿y lo del cambio climático que decías? ¿Qué tiene que ver con la tecnología? Bueno, pues eso ya está indicado en el título de este post, y es la parte en la que, haciendo uso una vez más de mi desvergüenza y holgazanería, me voy a remitir al estudio que os copio a continuación. Pero no os quejéis que esta vez me he explayado bien previamente, y además con reportaje fotográfico y todo… El estudio explica cómo las redes sociales podrían servir para difundir algo más de divulgación para concienciar sobre los problemas a los que nos vamos a enfrentar en el futuro (o a los que ya nos estamos enfrentando), pero las conclusiones no parecen ser muy halagüeñas. Porque para presumir de ropitas y demás se nos da muy bien lo de ser influencers, pero claro, cuando el tema da tan mal rollito, ya no mola tanto y no te dan likes, y entonces te quedas como el Pulpo en Internet: no te hace caso ni el tato. Y así nos va…
Los green influencers influyen poco en nuestro comportamiento ecológico
Pajitas de metal, champú sólido o bolsas de tela para la compra: son solo algunos de los miles de elementos ecológicos que existen en el mercado y en nuestras vidas cotidianas. «Antes de la pandemia se percibía un aumento de la consciencia colectiva en relación con el medioambiente, pero la COVID-19 ha acelerado más el proceso y ha motivado a más personas a tomar parte de esa responsabilidad», afirma Neus Soler, profesora colaboradora de los Estudios de Economía y Empresa de la UOC. Según una encuesta hecha a escala global por We Are Social, el número de consumidores que dice que pagaría más por un producto ecológico o sostenible ha pasado del 49% en 2011 al 57% en 2019.
Según este informe, uno de los espacios donde más se buscan este tipo de productos son las redes sociales; un 41% de los consumidores de productos ecológicos afirma usar las como herramienta para encontrar más información sobre marcas o servicios sostenibles, y, a la vez, esto los convierte en potenciales compradores en línea. «Cada vez más usuarios exploran las redes sociales como un escaparate de productos, para consultar información y para comprarlos, sobre todo las generaciones jóvenes (mileniales y generación Z), que lideran el movimiento en favor de la sostenibilidad», afirma Soler. La experta añade que si las marcas vinculadas a la sostenibilidad quieren conseguir ser visibles y que su comunicación llegue al público que está más interesado en esta materia, tendrán que utilizar este canal, porque es aquí donde se encuentra el público objetivo.
Precisamente en las redes sociales existen los denominados green influencers, es decir, los influentes que acumulan miles de seguidores por compartir sus alternativas saludables y productos «verdes» de consumo y estilo de vida. «Algunos utilizan el greenfluencing de manera transversal (alimentación, moda, cosmética, mobiliario, juguetes...) y, por lo tanto, puede convivir con los nichos de influencia clásicos», explica Sílvia Sivera, profesora de los Estudios de Ciencias de la Información y de la Comunicación de la UOC.
Los verdaderos influencers son la familia
Aunque pueda parecer que la influencia de los green influencers es similar a la de otros influentes, la verdad es que no lo es. Se sitúan en segundo lugar por la cola en una lista de las ocho categorías de personas que más impactan en nuestro comportamiento hacia el medioambiente, según un informe de Kantar (2020). Los que ejercen influencia real en nosotros y nuestra conciencia ambiental son, en primer lugar, los hijos, seguidos de los amigos, la pareja y los padres. En la última posición de esta lista están los políticos y las celebridades. «La probabilidad de que tus hijos influyan en tu conducta es mayor, porque se genera una inercia proveniente de la empatía natural que sentirás hacia ellos cuando veas que actúan de esa manera determinada», afirma Soler.
Para los menores de 35 años, la pareja es la principal influencia, seguida de los amigos y los padres, lo que demuestra que la influencia generacional se da en ambas direcciones. En esta línea, Diego Redolar, neurocientífico de la UOC, afirma que «en nuestro día a día, la toma de decisiones está influida por nuestros entornos más inmediatos. Aquí la familia desempeña un papel importante, así como la pareja y los amigos. Nos dejamos guiar mucho por las personas que forman parte de este círculo más íntimo que se basa en la confianza y en la cooperación social.
El segundo círculo pierde fuerza
En cambio, para las propuestas de las personas que forman parte del segundo círculo —compañeros de trabajo, green influencers o eco influencers, políticos y celebridades—, nuestro cerebro nos pide información técnica y específica para llevarlas a cabo». De hecho, según el informe de Kantar, el 38% de los encuestados siente que aquellas personas cuyas opiniones son importantes para ellos son quienes los alientan a ser más ecológicos.
«No obstante, el papel del Gobierno es fundamental. Las decisiones que el Gobierno tome y las iniciativas que desarrolle pueden favorecer o no que los ciudadanos apliquen todo ese aprendizaje que han hecho en casa. Puede haber personas que no hayan recibido ninguna educación ambiental pero que, sin embargo, respondan a las campañas gubernamentales, aunque esto suele pasar cuando las campañas son coercitivas y se basan en castigos (multas, impuestos)», añade Juan Carlos Gázquez-Abad, profesor colaborador de los Estudios de Economía y Empresa de la UOC. Precisamente, y como subraya el informe de Kantar, los consumidores mayores son los más activos en la reducción de residuos, pero también influyen en el cambio los más jóvenes.
En los países nórdicos, donde la conciencia ecológica y medioambiental está más arraigada, se produce una combinación perfecta entre la educación del ciudadano y la actuación del Gobierno. «Es muy importante la educación que uno recibe en casa y a lo que se acostumbra desde pequeño; lo más normal es que esos niños, cuando sean adultos, tengan un comportamiento activo, y a su vez, lo transmitan a sus hijos», concluye Gázquez-Abad.