Esta entrada va a ser más personal de lo habitual. No sé cuánto más, hasta que no esté terminada, pero más de lo corriente en este blog. Lo que ocurre es que voy a ir directamente a las conclusiones, que son más de tecnología en general, aunque el origen sea una experiencia reciente vivida por quien escribe.
Sin que sea yo un experto analista del mercado digital, digamos que intuyo varias fases en el proceso del éxito comercial de una nueva aplicación móvil. A saber:
1. Cuando una nueva app es lanzada al mercado, los primeros que se apuntan a instalarla en su smartphone son los que quieren ir por delante del resto, los visionarios.
2. Aunque mucha gente vea a los anteriores como unos flipaos, otros muchos les tienen envidia, y se animan a seguirles (lo que convierte a los primeros en lo que quizá pueda llamarse “influencers”).
3. Cuando la suma de los dos anteriores empieza a hablar con sus amigos y conocidos, reclutan al gran grueso de los que quedan, porque ahora ya les parece que no es tan de “flipao” ponerse esa app en su dispositivo y le puede ser útil, o en algunos casos porque les empieza a dar miedo o vergüenza la posibilidad de ser minoría y no seguir al rebaño.
4. Cuando ya sólo faltan los outsiders, y casi todo el mundo ya no sabe vivir sin esa app que pocos meses o años atrás no existía (cómo habrían sobrevivido hasta entonces), ya solo queda la fase de los sermones y las conversaciones vendemotos con esos rarunos cabezotas que nos hacen la vida tan difícil por no instalarla, lo que lleva a algunos de ellos a pasar por el aro para evitar discusiones, cabreos o, simplemente, sentirse mal.
Lo interesante de estas cuatro fases, sobre todo la dos últimas y especialmente la última, para quien esto escribe, es imaginar a los departamentos de marketing de las compañías que lanzan las apps móviles siendo plenamente conscientes de todo lo anterior, de hecho formando parte de sus planes, incluyendo el obvio y fundamental elemento del chantaje emocional indirecto (a través de intermediarios no conscientes = amigos) que conlleva. Porque además debe ser muy cómodo para ellos: Ni ellos ni sus empleados tienen que dar la turra a través de llamadas telefónicas a la gente como las de las operadoras de telecomunicaciones: Son sus propios usuarios quienes les hacen gratis ese trabajo sucio… ¿A costa de que alguien se pille un calentón como el que me pillé yo el finde pasado, con un amigo que tampoco lo merecía porque lo hacía con la mejor de sus intenciones? ¡Qué más da! ¡Si son cuatro gatos tecnófobos! ¡Y les van a odiar más a ellos que a nuestra maravillosa empresa tecnológica! ¡Lo que importa es el éxito de nuestra app! ¡Y la cantidad de datos que obtengamos de sus usuarios!
No se trata aquí de si los pulpos que intentan perderse lo menos posible en la nube tienen o no razón. Seguramente no la tengan. Seguramente conspiren contra sí mismos en su terquedad tecnófoba de no avanzar al mismo ritmo que los tiempos. De lo que se trata es de la manera de llegar a ello, de lo que las tecnológicas están dispuestas a hacer en lo que se refiere a métodos carentes de ética, a veces incluso maquiavélicos, sibilinos. Porque claro, a quién le importa, si son cuatro gatos. Como, tal vez, los cuatro gatos a los que les importará la privacidad en el futuro.