El Boyero tecnológico: Proyecto Colibrí (2018)

Echando un cable a las finanzas

Con el anuncio de la producción de una nueva temporada de Black Mirror, al Pulpo se le avecinan futuras horas de entretenimiento y también de reseñas en este su blog, pero para eso todavía queda tiempo. De momento, hoy nos habla de una película no muy publicitada, y que le ha parecido infravalorada por crítica y público.

Proyecto Colibrí cuenta una historia ficticia pero creíble como real, que resulta oportuna en unos tiempos en los que estamos viendo la estrecha relación entre la tecnología y la bolsa de valores. Su argumento trata sobre la ambiciosa lucha por construir una línea de fibra óptica entre Kansas y Nueva Jersey para acelerar la transmisión de datos financieros, y conseguir con ello favorecer la velocidad de las pujas en el mercado: Reducir en apenas un milisegundo el tiempo en que se realizan las transacciones puede suponer cientos de millones de dólares al año de ventaja de un bróker respecto a sus competidores. Esa llamativa diferencia (sutil en el tiempo, cuantiosa en el dinero) marca una premisa a partir de la cual se emprende una aventura que resulta bastante loca por lo ambicioso y complejo de los obstáculos a superar, desde convencer a todo tipo de propietarios de terrenos por donde pasará el cable, hasta atravesar una cadena montañosa protegida como Los Apalaches, por no hablar de problemas legales y demás.

Es esa trama, esencia de la ambición empresarial y de riqueza, la que dota de cuerpo a una narrativa ágil, cuyo ritmo no decae, o incluso mejora, a lo largo de la película. No falta el elemento antagonista, puesto que hay una competición entre los dos equipos liderados por un lado por el protagonista interpretado por un Jesse Eisenberg más complejo y logrado de lo habitual y por el otro por Salma Hayek. Se podría decir que la segunda hace (muy bien) el papel de mala, pero lo cierto es que la avaricia e hipocresía del primero tampoco es que lo conviertan en un santo. Al fin y al cabo, el argumento critica con acierto la falta de escrúpulos que caracteriza a este tipo de entornos. Pero eso no impide que el espectador, impelido por lo entretenido de la historia, se ponga a favor de éste, incluso hasta el punto de desear ver qué va a hacer con la motosierra ante la torre de telecomunicaciones en el momento de mayor catarsis del film. Y luego está el programador de psicología frágil, muy al estilo de el de El código que valía millones, por cierto la mejor actuación de la película por parte de Alexander Skarsgard.

Me despista un poco (o tal vez al contrario) volver a ver a Eisenberg en otro papel de tecnólogo ambicioso y sin escrúpulos, como en La red social. Sus cínicas peroratas vende – motos diciendo que coloca los cables por el bien de la sociedad me recuerdan a Rubiales defendiendo que han llevado al fútbol a Arabia Saudí para mejorar los derechos humanos de sus ciudadanos. En otra conexión cinéfila, la reivindicación social simbolizada en la puja por los cultivos de limón me trae a la memoria que en la película Entre pillos anda el juego lo que se subastaba era el zumo de naranja… Es que resulta que, como buenos Pulpos, este fin de semana hemos estado más atentos a la maratón de Eddie Murphy que han hecho en un canal de cine, en vez de a no sé qué concurso musical que al parecer es obligatorio seguir (un poco como el fútbol).

En lo tecnológico, resulta curioso ver cómo la empresa de la construcción del cable se divide en dos partes de filosofía muy diferenciada: La parte física, de perforación del suelo, que representa la fuerza bruta, y la intelectual, de creación de código y algoritmos que reduzcan la velocidad de las operaciones online, que representa la sutileza técnica. Recuerda un poco a la extravagante mezcla de boxeo y ajedrez que se le ocurrió inventar a algún friqui en algún momento. Por otro lado, no falta el siempre polémico tratamiento de la propiedad intelectual de la programación de software, en la cabeza del desarrollador, pero al mismo tiempo en manos de la empresa que le paga (o pagaba).

Ahora bien, si hay algo de la película que representa a nuestro querido Pulpo es la postura de unos propietarios por cuyo terreno debe pasar el cable, a lo que estos se niegan por principios, pese a los generosos emolumentos que recibirían. Y la verdad es que esto no va a dar muy buena imagen a nuestra mascota octópoda, ya que en esta ocasión el elemento tecnófobo lo representan nada más y nada menos que una comunidad Amish, los conocidos religiosos anclados en el pasado. Resulta que, efectivamente, la actitud contraria a la tecnología concuerda totalmente con esa forma de entender la vida contraria al progreso que tanto motivo de crítica y mofa suele suscitar, así que tal vez el Pulpo se lo debería hacer mirar. Sin embargo, este detalle sirve a la película para dejar ahí una reflexión filosófica sobre la preocupación (llevada a obsesión) por aumentar la velocidad, y sobre la difusa percepción del paso del tiempo según sea la manera de vivir. El pulpo se queda con una frase que viene a ser algo así como “acelerar las cosas no tiene por qué significar necesariamente hacerlas mejor”.

 

Nota del Pulpo: 7,5 / 10